Director.-
Julio Manrique
Intérpretes.-
Pere Arquillué. Chantal Aimee. Guillem Balart. Anna Castells. Adrian Grosser. David Olivares. Victor Pi. Clara de Ramón. Albert Ribalta. Marc Rodríguez. Elena Tarrats. Pablo Carretero. Tomás Pérez. Robert Piugaru
Un bosque. Un escenario perfectamente reconocible en el teatro británico. Podría ser el bosque de Como gustéis o de El sueño de una noche de verano.
Y un personaje, John Gallo Byron.
Un hombre libre, pagando el precio total de su libertad.
Un camello, un gitano errante, un ladrón pendenciero, quizás incluso un corruptor de menores.
Falstaff.
Sí, un Falstaff en sus últimos años, en su etapa más solitaria.
Shakesperare por lo tanto como fondo inspirador de Jerusalem. Una obra totémica hasta en el título.
Un claro del bosque, una caravana destartalada, unos jóvenes sin futuro y con un presente tan gris como posiblemente la vida que hayan alcanzado sus padres, la huida de uno de ellos a los confines del mundo, y una chica desaparecida.
Esto es lo que nos cuenta, o más bien lo que ocurre, en este texto de Butterworth.
Todo alrededor del Gallo.
Porque no nos confundamos: Byron no es sólo un perdedor, sólo un pobre hombre al que todos pueden explotar y humillar.
Es mucho más. Es un hombre que habla con las hadas, un hombre que, como el androide de Blade Runner, ha visto cosas que no podréis imaginar, que se desvanecerán cuando el deje el mundo, como lágrimas en la lluvia.
Es el heredero de una tribu de gigantes.
Él es un gigante.
La grandeza de la obra está ahí, no sólo en su capacidad de transmitir con realismo una sociedad suburbial agotada y decadente, al borde de su desaparición en la animalización más absoluta.
Su grandeza está en elevar a esos personajes, alrededor de nuestro Fastalff, para otorgarles un nivel de poesía y nivel mitológico. Hacer que la magia se cuele en sus vidas y que los convierta en singulares, en merecedores de una vida, sea esta cual sea.
Supongo que todos nos hemos ido acomodando como público y estamos acostumbrándonos a los productos de rápido consumo. Esto es lo único que podría explicar que una propuesta tan sólida, tan importante desde todos los puntos de vista, no esté rompiendo taquilla en Madrid como al parecer ocurrió en Barcelona.
son más de tres horas con intermedio.
Tal vez sea eso lo que causa cierto rechazo.
Una pena porque Jerusalem merece cada minuto de esas tres horas. No es una obra perfecta, como no suelen serlo las obras maestras que apuestan por el riesgo, pero es una obra grande, con momentos inolvidables y la seguridad de que pervivirá como uno de los textos importantes de estas décadas.
Con respecto a la representación que dirige Julio Manrique, sólo decir que es perfecta, que siempre suena a verdad. Es brutal, brillante. Quizás, por ponerle una pequeña pega, estaría bien un tono más onírico en el epílogo.
Pero es algo menor ante un monumento teatral grande.
Una de esas propuestas que te hace salir del teatro lleno. Que hace recuperar a la dramaturgia británica su relevancia. Que nos hace sentirnos, al abandonar la representación, un poco diferentes.
Público
Julio Manrique
Intérpretes.-
Pere Arquillué. Chantal Aimee. Guillem Balart. Anna Castells. Adrian Grosser. David Olivares. Victor Pi. Clara de Ramón. Albert Ribalta. Marc Rodríguez. Elena Tarrats. Pablo Carretero. Tomás Pérez. Robert Piugaru
Un bosque. Un escenario perfectamente reconocible en el teatro británico. Podría ser el bosque de Como gustéis o de El sueño de una noche de verano.
Y un personaje, John Gallo Byron.
Un hombre libre, pagando el precio total de su libertad.
Un camello, un gitano errante, un ladrón pendenciero, quizás incluso un corruptor de menores.
Falstaff.
Sí, un Falstaff en sus últimos años, en su etapa más solitaria.
Shakesperare por lo tanto como fondo inspirador de Jerusalem. Una obra totémica hasta en el título.
Un claro del bosque, una caravana destartalada, unos jóvenes sin futuro y con un presente tan gris como posiblemente la vida que hayan alcanzado sus padres, la huida de uno de ellos a los confines del mundo, y una chica desaparecida.
Esto es lo que nos cuenta, o más bien lo que ocurre, en este texto de Butterworth.
Todo alrededor del Gallo.
Porque no nos confundamos: Byron no es sólo un perdedor, sólo un pobre hombre al que todos pueden explotar y humillar.
Es mucho más. Es un hombre que habla con las hadas, un hombre que, como el androide de Blade Runner, ha visto cosas que no podréis imaginar, que se desvanecerán cuando el deje el mundo, como lágrimas en la lluvia.
Es el heredero de una tribu de gigantes.
Él es un gigante.
La grandeza de la obra está ahí, no sólo en su capacidad de transmitir con realismo una sociedad suburbial agotada y decadente, al borde de su desaparición en la animalización más absoluta.
Su grandeza está en elevar a esos personajes, alrededor de nuestro Fastalff, para otorgarles un nivel de poesía y nivel mitológico. Hacer que la magia se cuele en sus vidas y que los convierta en singulares, en merecedores de una vida, sea esta cual sea.
Supongo que todos nos hemos ido acomodando como público y estamos acostumbrándonos a los productos de rápido consumo. Esto es lo único que podría explicar que una propuesta tan sólida, tan importante desde todos los puntos de vista, no esté rompiendo taquilla en Madrid como al parecer ocurrió en Barcelona.
son más de tres horas con intermedio.
Tal vez sea eso lo que causa cierto rechazo.
Una pena porque Jerusalem merece cada minuto de esas tres horas. No es una obra perfecta, como no suelen serlo las obras maestras que apuestan por el riesgo, pero es una obra grande, con momentos inolvidables y la seguridad de que pervivirá como uno de los textos importantes de estas décadas.
Con respecto a la representación que dirige Julio Manrique, sólo decir que es perfecta, que siempre suena a verdad. Es brutal, brillante. Quizás, por ponerle una pequeña pega, estaría bien un tono más onírico en el epílogo.
Pero es algo menor ante un monumento teatral grande.
Una de esas propuestas que te hace salir del teatro lleno. Que hace recuperar a la dramaturgia británica su relevancia. Que nos hace sentirnos, al abandonar la representación, un poco diferentes.
Público
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