Hace tiempo que decidí dejar de escribir obituarios. Nunca me han gustado las despedidas.
Pero ayer leí la noticia, interrumpiendo una navegación aleatoria por diferentes periódicos. Primero la foto, su primer plano, esa mirada afable e inteligente que tantas veces había visto en las solapas de sus novelas. Supongo que me cuesta aun mucho creer que la gente a la que admiro desaparezca, pensé que la noticia sería otra y por eso el titular fue como un puñetazo. Paul Auster había fallecido.
Recuerdo cuando comencé a leerlo. Casi por orden. Primero la
Trilogía de Nueva York, El Palacio de la Luna, El País de las
últimas cosas….. esas historias que hacían sorprendente lo cotidiano, que
vivían del cine de aventuras, del cómic y las novelas que conformaron la
mitología de América. Creo que la pasión llegó con La música del azar
en la que Auster compartía con nosotros su fascinación por la
casualidad, que no era otra cosa que enamorarse de la fragilidad del destino y
las múltiples posibilidades que la vida ofrece.
A partir de ahí, con la continuidad de un amigo que nunca
falla fueron llegando otras novelas en las que siempre descubría aquello que lo
convirtió para mi en un escritor aun más querido: la ternura, una comprensión
hacia todos sus personajes que hacía que incluso sus tramas más dramáticas
tuviesen siempre una delicada belleza.
Sus últimas propuestas se diferenciaron en algo singular:
eran más extensas. 4,3,2,1 era una especie de evangelio sobre aquello
que La música del azar había abierto, las diferentes posibilidades de
una vida. Y La llama sagrada de Stephen Crane, sobre la que escribí aquí
hace un tiempo, era un homenaje biográfico y generoso al autor de La roja
insignia del valor.
Hay autores que forman parte de nuestra vida y luego están
los que viven con nosotros, aquellos que nos acompañan en nuestra existencia,
casi en paralelo a nuestro crecimiento. En mi caso, Paul Auster es uno
de ellos. Con él he crecido, y juntos hemos reflexionado sobre como estaba
cambiando el mundo, o como estábamos cambiando nosotros, aunque por supuesto él
lo contaba mucho mejor desde esa mirada de ojos amables.
Siento que he perdido algo. Ya no tendré nuevas obras suyas
que leer. Ya no esperaré. Pero no puedo dejar de agradecerle las miles de
páginas que me ha regalado, que hemos compartido. Hoy sólo tenía sentido
escribir sobre él.
Hace poco se ha publicado Baumgatner. Mi último
homenaje será leerla con la tristeza de saber que no habrá más.
Gracias por todo amigo Paul. Que la tierra te sea
leve.
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