Lola Dueñas. Ana Torrent. Manuel Egouzke. María Vàzquez. Katia Borlado
El robo de niños durante la dictadura y los primeros años de la transición, y su entrega a otras familias, es, según Víctor Iriarte, el último tabú del pasado franquista de nuestro país.
Es un drama de unas dimensiones inmensas que creo que nunca se ha reflejado en toda su crueldad. Y tampoco aquí se hace. El director lo hace presente, y eso es importante. Pero lejos del melodrama y del cine social, opta por convertirla en una estilizada trama negra. Iriarte se sirve de ella para transmitirnos de una forma muy transparente las sensaciones de dolor y confusión, al tiempo que les regala a sus personajes principales una opción de venganza.
Ellas son dos. Casi dos caras invertidas del mismo drama: la madre que ha perdido a su hijo, y la madre que lo recibió cuando era un recién nacido, convencida de que la madre biológica había muerto. Y en el centro, el objeto del amor de ambas. Tres personajes que, como se dice en algún momento, podrían ser fantasmas, porque en su apariencia de seres normales, simples, sin ninguna grandeza, esconden la inmensidad de una historia y la capacidad de mover el mundo.
Lo que convierte esta propuesta en totalmente singular es sin duda su escritura y su caligrafía.
El guion, ya lo he dicho, estiliza una aparente trama de investigación y venganza. Lo hace reduciendo al mínimo la información y aclaraciones y limitándose a mostrar hechos que van conformando la narrativa de forma muy directa. Lo importante son los sentimientos que cruzan la historia, como dardos que nos llevan al interior del trío.
La forma de contarlo está cerca de la instalación artística, con arriesgadas apuestas visuales tan fascinantes y hermosas como la perspectiva del ojo de buey durante el viaje. Le basta un plano para transmitir un punto relevante y llevarnos al escalón siguiente. Combina a la perfección el descanso en la belleza de las imágenes con la búsqueda de lo esencial. Un modelo que transmite constantemente la sensación de extrañamienro.
En el centro, las manos. Las manos son el elemento común, repetido, preferentemente de las dos mujeres pero también en ocasiones las del muchacho. Manos que recorren mapas y por lo tanto guían, que se estrechan y trasladan apoyo y amor, que crean música y transmiten palabras. Que llevan varios relojes, que se pintan de forma diferente y en ocasiones hacen figuras en el aire. Pueden ser varios los simbolismos que pretende el director. Personalmente creo que nos habla de la capacidad de estas mujeres para construir, para hacer y, en definitiva, mover el mundo. De hecho, la película está repleta de pequeñas acciones que se suceden con continuidad.
Sobre todo de noche es difícil y fascinante, importante y sobretrabajada, artificiosa, sin duda, pero desde la sabiduría y una sensibilidad artística muy potente. Es una película diferente. Un cine muy consciente de si mismo.
Público
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